martes, 8 de mayo de 2012

LA APARICIÓN DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL, EN EL MONTE GÁRGANO



El día 1.° de Marzo, al hablar del Santo Ángel de la Guarda, dijimos que la creación angélica precedió a toda otra creación; que los bienaventurados espíritus angélicos, cerniéndose sobre el caos, por encima de la nebulosa inmensa, fueron los únicos testigos de la maravillosa obra desplegada por Dios en el espacio de siete días; que ellos escucharon el primer vagido del cosmos, el primer rumor de los mundos que nacieron; que desde las alturas de la gloria, contemplaron el círculo inicial de los grandes soles, la primera configuración de las erguidas montañas, la primera hoja de las dilatadas selvas, la primera gota de los profundos mares…
Pero hoy debemos añadir que no toda la milicia celestial tuvo la dicha de admirar esta labor prodigiosa. Porque antes de que el hombre surgiese, antes de que las moléculas del caos se desperezasen y dieran origen al mundo visible que nos rodea, en la mansión gloriosa se desarrolló una escena, cuya imponente tragedia sobrepuja a todo cuanto la acalorada mente de un artista, en sus horas de mayor delirio pueda concebir. Y esta escena junto a la cual la fabulosa destrucción de Troya, tan admirablemente urdida por el genio helénico es un idilio, originó el celestial castigo por el que no todos los ángeles contemplaron el laborar magnífico del Supremo Poder.
Estalló, sí, en el cielo, la primer rebeldía; la Soberbia y la ambición batieron sus negras alas en torno de Luzbel ocultándole la luz, y aquel príncipe glorioso de las potestades angélicas, cegado por el orgullo, cayó, desde las cumbres del Empíreo, con todos cuantos le siguieron en su desmedida ambición, a las simas infernales del Báratro, convirtiéndose desde entonces en príncipe de las tinieblas.
¡Imposible es al hombre concebir los términos de aquella contienda que en los campos de la gloria sostendrían los potentes escuadrones del mal y del bien!...
al frente de sus respectivos ejércitos, Luzbel y Miguel combatían: Luzbel representa toda la miseria, toda la ruindad del espíritu indigno que se aparta de Dios. Miguel es la virtud, la nobleza, la bondad, un espíritu que, lleno de santo ardor, por Dios lucha hasta conseguir la más completa victoria.
Arrebatado, en éxtasis, allá en su amable retiro de Patmos, Juan Evangelista, el discípulo predilecto del Salvador, tuvo una visión del angélico combate. Innumerables escuadrones de seres angélicos respectivamente capitaneados por el Ángel del Bien y el Ángel del Mal, sostuvieron la batalla: batalla que terminó con el derrumbamiento total de las milicias protervas, y la exaltación sobre todo poder, sobre toda cumbre, del Dios grande, único y omnipotente.
Los Cielos se abrieron y los ángeles rebeldes fueron precipitados al profundo. Flamea en los espacios la espada de Miguel, ¡la espada del príncipe de la Luz, contra la cual no podrán jamás todas las espadas del tenebroso poder de los infiernos!

(CONTINUARÁ… pag 141)

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