domingo, 6 de mayo de 2012

SAN JUAN DAMASCENO





Cuando tras larga ausencia, alejados de nuestra patria, de nuestro suelo, de nuestro hogar, llega a visitarnos, envuelto entre los suaves dobleces de familiar epístola, el retrato de alguna persona querida que ocupa lugar preferente en nuestro corazón…, éste se ensancha, y parece subir hasta los labios, besando reverentemente aquella cartulina que reproduce la imagen de un ser, para nosotros bondadoso y bello, por quien sentimos afección profunda.
Si es la muerte que implacable destrozó en un momento la figura de quien se hallaba ligado a nosotros por grandes vínculos de amistad o parentesco, ¡qué consuelo experimenta el alma, contemplando el retrato del ser desaparecido a quien ya no volveremos a ver en esta vida!
¡El retrato de la madre santa!...
¡El retrato de la esposa buena!...
¡El retrato del hijo que en temprana edad voló al cielo!... ¡La imagen de nuestro protector, a quien debemos lo que somos!... ¡La del amigo tierno y sincero en cuyo corazón depositamos nuestras mayores confianzas!... todas esas figuras, en fin, de nuestros idolatrados seres, que reprodujo el pincel del artista o la máquina fotográfica, y que lucen, en los muros de nuestras viviendas, en las hojas de nuestros albums, inspiran una ternura y una consolación inexplicable.
En esas horas de mellancolía, de añoranzas, de recuerdos, en que el alma, angustiada por el agobio de la realidad presente, quisiera desprenderse y retroceder a otra edad más feliz, nuestros ojos, acaso, turbios por el llanto, buscan instintivamente la imagen de aquellos seres en cuyo corazón siempre encontramos consuelo. “¡Si tú vivieras!... le decimos. ¡Si tú me vieras en estos momentos de aflicción!”…
¡Y cuántas veces, en momento de exaltación y de locuras, refrenó esa imagen nuestros ímpetus! ¡Cuántas veces no nos pareció que sus ojos se animaban y sus labios contraíanse reprochando nuestros pensamientos, nuestros cálculos, nuestras intenciones!... Y si del retrato pasamos a algún recuerdo tangible, a alguna prenda que perteneciera a quien quisimos entrañablemente; si las hojas de nuestro predilecto libro guardan prensada alguna rosa de las que pusimos entre sus amarillas manos, heladas por la muerte; si el fondo del arca venerable oculta el blanco pañuelo que acarició su faz antes de ser llevado al sepulcro… ¡Con qué emoción, con qué ternura se deslizan nuestros dedos y nuestros labios sobre estos objetos recordadores de quien nos perfumó el alma con su cariño!...
¡Las imágenes!... ¡Las reliquias!... Todavía no ha habido quien haya lanzado su veto contra la poética costumbre de conservar algún retrato y algún recuerdo de la persona amada, ausente o muerta. Todavía los hogares, ya opulentos ya humildes, se decoran con las imágenes de sus queridos muertos… el fuego positivista de la presente edad en que la prosa reina, no ha tenido valor para destruir esta dulce poesía.
Pero lo que nadie se atrevió a hacer contra tan bella costumbre, realizároslo un tiempo, en la historia, contra las imágenes de Dios y contra aquellos ínclitos seres orlados con la diadema de la santidad.

(CONTINUARÁ… pag 102)

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