Las vírgenes del Señor son las blancas azucenas
de la humanidad. El perfume de su castidad, nunca extinguido, llega a los
Cielos en puras ráfagas, saturando de paso el viciado ambiente de la tierra.
En medio de la general depravación que corroe
el espíritu del siglo, cada vez que vemos una de esas almas privilegiadas que,
desligándose de los afectos terrenales, sólo piensa en amar a Dios y al prójimo
por Dios, sentimos una emoción indefinible…
Donde más se aprecia, por ser difícil
conservarla, esa joya de la virginidad, es en las grandes poblaciones, guaridas
de todos los vicios y pasiones. En el centro de cada plaza, Satanás, invisible,
alienta el fuego de los deseos impuros, y es raro que alguna chispa de sus
fogatas no prenda en el corazón de las almas que por allí transitan.
A fuerza de sentir el caluroso vaho de estas
hogueras infernales, los espíritus poco a poco se adaptan a ellas, y es
menester que el ascua de la impureza les hiera de pleno, para que se den cuenta
de que atraviesan junto a un volcán.
Las vírgenes cristianas que en los grandes
centros viven sin contagiarse del mal ambiente, tienen a nuestros ojos un mérito
extraordinario. Hacer voto de castidad en una ciudad populosa, sin poder
esquivar el encuentro de las pasiones indómitas que, a manera de caballos
desbocados, corren por la gangrenada urbe, es de un heroísmo insuperable.
Santa Gisela ofreció su corazón a Dios, si no
dentro de una sociedad corrompida, pues la corte del rey Pepino, su padre, fue
modelo de religiosidad, pero sí respirando un ambiente no muy propicio a
favorecer el cumplimiento de estas santas resoluciones.
Nadie ignora los absorbentes fueros que goza
esa razón despótica que se llama “razón de Estado”, ante la cual parece ha de
sacrificarse todo ideal por noble y levantado que sea, y vencerse toda antipatía
y repugnancia, que pugne contra la realización de aquello que la arbitraria razón
de Estado invoca. ¡Cuántos mártires, cuántas víctimas ha causado esa razón fría,
calculista, egoísta, cruel!...
Gisela, la ilustre hermana de Carlomagno, lo
sabía; pero confiando en el poder de Dios, un día, para preservarse de alianzas
terrenas que repugnaban a su corazón purísimo, hizo ante San Venancio, austero
ermitaño que vivía en el bosque de Wastelán, voto solemne de no tener otro
esposo sino al Amado de su alma, Jesucristo.
Era la joven princesa de delicada hermosura;
sus cabellos, donde parecía haberse volcado el ánfora del sol, aureolaban las
margaritas de su tez, entre las cuales relucían
el destellar suavísimo de los azules ojos y el encendido granate de sus
labios. Alta y delgada, y casi siempre vestida con una humilde túnica de lino,
cuando se inclinaba para hacer oración, parecía su cuerpo un cáliz de azucena,
que iba arqueando el dulce soplo de mañanera brisa…
Con tales encantos, avalorados por su rango, su
fortuna, su talento y su bondad, ya adivinaremos que Gisela despertó la codicia
de los príncipes más poderosos de la tierra.
Hasta el Oriente llegó su fama, y el emperador
pensó en enriquecer la corte de Bizancio, desposando a su hijo el príncipe con
la encantadora hija del rey Pepino.
Esta pretensión produjo gran revuelo en el
mundo cristiano: los abades, los obispos, y hasta el mismo Papa, escribieron a Pepino
aconsejándole que rehusase aquella alianza con la escandalosa y corrompida
corte de Bizancio. Si la pura Gisela –decían todos- es llevada a la corte del
Bajo Imperio, esto será lo mismo que arrojar una perla a los animales inmundos.
Por fin, Pepino respondió negativamente a la
petición del emperador de Constantinopla, y Gisela, libre ya de aquel peligro,
pudo derramar lágrimas de ventura al pie de los altares.
Mas su alegría no fue de mucha duración: poco
tiempo después, el hijo del rey de Inglaterra pidió también en matrimonio a la
hermosa Gisela, quien frente al nuevo peligro oraba sin cesar a Dios: “¡Oh
Salvador mío! –decía-, ¿por qué me abandonáis, cuando sabéis que no he escogido
a otro esposo que a Vos? ¡Oh, no dejéis a la que no quiere más amor que el
vuestro! Os ofrezco mi vida, ¡oh Dios mío!; no permitáis que pierda mi
virginidad; velad por vuestra esposa y defendedla del mundo”...
(CONTINUARÁ… pag. 394)
Interesante la historia de esta santita, que la desconocía, si no fuera porque en mi Confirmación me pusieron de nombre: María Gisela y me dijeron que era el nombre de una Santa, de verdad que no lo sabía, pero qué linda Santita.
ResponderEliminarGracias por la historia, yo también tengo el honor de llevar su nombre.
ResponderEliminarQue hermosa historia nunca la había leído me llamo romina Gisela
ResponderEliminar¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿Rey Pepino?????????????
ResponderEliminar¿Y por que no Rey Berenjena?
Jaja...No seas mamona.
EliminarPara tí, cuaja el de "Reina Zapallo"😁😁😁
EliminarMI esposa, lleva el nombre de la virgen Gisela, eso no es lo raro, lo bonito, lo incomprensible, pero lo que el amor verdadero enseña...no es casualidad, cumplo años, el 21 de mayo.
ResponderEliminarTe amo esposa mía...